Prejuicios machistas
No podemos evitarlo. Los hombres somos así. Un poco primarios. O un mucho, según los casos. Algunos ocultamos a la bestia que llevamos dentro bajo una pátina de lecturas y cultura. Nos perfumamos para camuflar el olor agreste de nuestras feromonas, nos vestimos para ocultar al mono que en el fondo somos, leemos poesía para embellecer las palabras del deseo y decir de manera más delicada estoy deseando llevarte a la cama y ponerte a cuatro patas. Y, aún así, en demasiadas ocasiones nos mostramos incapaces de sujetar a la bestia que nos habita. Otros, desprovistos de complejos, dejamos que asome ese hombre, porque, por mucha propaganda feminista que haya en contra de nuestro comportamiento garrulo y trasnochado, estamos convencidos de que hacemos bien en comportarnos como nos comportamos, que obedecemos a leyes naturales y de que nuestra manera de pensar respecto a las relaciones sexuales es la correcta porque viene determinada por eso que llamamos el grito de la especie y que algunos sexólogos afirman que no es más que el fruto de una determinada cultura. Amamos como amamos porque somos un fruto social. Y como tal fruto social entendemos las relaciones interpersonales, también, por supuesto, las que tienen que ver con el sexo.
Que nos estemos reciclando poco a poco gracias a la impagable ayuda de las mujeres que forman parte de nuestra vida (gracias, amigas; gracias, amantes; gracias mil veces gracias por depurarnos, por pulirnos, por educarnos, por sacarnos de la cueva, por enseñarnos a limpiarnos los mocos) no acaba de evitarnos esos arranques de machismo casposo y caduco que sin duda es fruto de tanta educación patriarcal como hemos mamado. Por eso, quizás, cuando contemplamos a una lesbiana, pensamos de tanto en tanto, ¡qué burros somos!, que podemos “rescatarla” de su condición lésbica. “A esa le quito yo el lesbianismo a pollazos”, decimos, sobre todo si hay un grupo de hombres a nuestro alrededor que nos pueda hacer de claca y aplauda nuestro tonto comentario.
Nos proponemos “rescatar” a una mujer de su condición lésbica como si dicha condición fuera una pena que a dicha mujer le hubiera sido impuesta. Como si para ella fuera un castigo. Como si ser penetrada por un hombre fuera la máxima aspiración en la vida de una mujer. Como si ésa fuera, en el fondo, la máxima ambición de una mujer. Sin duda, pensamientos tontos que nos arruinan como seres sexualmente maduros. Pensamientos que, de tanto ser repetidos, acaban convirtiéndose en estereotipos que son, sin duda, antesala de prejuicios. De tontos, indocumentados y estériles prejuicios.
La improbada lujuria de la bisexualidad
Y en el sexo, menos que en ningún otro sitio, los prejuicios no faltan. De la misma manera rechazamos que la estimulación anal (“a mí, por detrás, ni el pelo de una gamba”, podemos llegar a decir ignorantes del placer que puede producir la estimulación prostática), aseveramos, como si lo hubiéramos comprobado, que no hay nadie más lujurioso que los bisexuales. Por eso son bisexuales, decimos: porque no quieren perderse ninguna experiencia. Y, añadimos, groseros: el apetito del bisexual no se sacia sólo con pescado o sólo con hambre. El bisexual debe comer ambas cosas, y en grandes cantidades, para satisfacer ese insaciable apetito que, precisamente, le ha convertido en bisexual.
Estereotipo tonto, sin duda. Prejuicio estúpido donde los haya. Pero ese prejuicio es el que nos ha permitido desear más aún a la que sin duda es una bella y sensual mujer: la actriz estadounidense Amber Heard, actual exmujer del protagonista de Piratas del Caribe y de una buena serie de películas de la filmografía del excéntrico guionista, director y productor norteamericano Tim Burton, Jonnhy Depp.
Amber Heard, esa maravillosa mujer recién entrada en la treintena (nació el 22 de abril de 1986 en Austin, Texas), se declaró bisexual con ocasión de la gala del 25 aniversario del GLAAD (Alianza Gay y Lésbica contra la Difamación). A dicha gala, además, Amber Heard acudió con la que entonces era su novia, la fotógrafa hawaiana Tasya Van Reen. Ésta, conocida por sus fotografías en blanco y negro, había seducido a la también sensual Michelle Rodríguez (no te preocupes, Michelle; tú también tendrás cabida en este rincón dedicado a la belleza femenina; nos seduce la frescura de tu sonrisa y su descaro, amén de otras maravillas de tu maravillosa figura, aquélla que ya nos enamoró cuando protagonizaste Lost).
En Amber Heard encontramos la mirada provocativa de quien, tras un velo de inocencia, esconde a una amante procaz y desinhibida. En Amber Heard encontramos la combinación perfecta de la mujer que parece no haber roto nunca un plato pero que seguro que estaría encantada de comerse todos los rabos del mundo (incluyendo entre ellos, por supuesto, el que más nos interesa, el que más nos preocupa: el nuestro). Y es que Amber Heard es provocación pura. Amber Heard provoca con su boca entreabierta, con su mirada verde y directa, con la divina sensualidad de sus curvas, con la promesa cálida de su escote.
El morbo de Amber Heard
Amber Heard es puro morbo. Es, por decirlo de algún modo, la esencia misma del morbo. El morbo en sí. Y conocer la orientación sexual de Amber Heard nos la hace mucho más morbosa todavía. Queremos imaginar a Amber Heard desnuda, en brazos de una mujer, esperando nuestra intervención para completar entre los tres un maravilloso trío en el que tendremos que demostrar hasta qué punto el deseo nos puede elevar sobre nuestra triste condición de folladores de segunda. En compañía de Amber Heard nos vemos capaces de heroicidades eróticas, de gestas para el recuerdo. Con Amber Heard desnuda y follando nos sentimos capacitados para rearmar nuestra pistolita en menos que canta un gallo.
Amber Heard follando debe ser algo así como una demoníaca e inacabable tentación, un sinfíon de ofrendas irrechazables. Nos imaginamos introducidos en ese trío con el que hemos soñado y algo nos empuja a pensar que ahí, en medio de ese trío, no seremos nosotros quienes marquemos las normas ni los límites. Creemos intuir que será siempre Amber Heard, la sensual Amber, la provocativa Amber, quien proponga, quien avance, quien imagine, quien invente. Insaciable y buscona, sucia y provocativa, picarona y putón… así vemos a Amber Heard. Así, más o menos, debía ser Eva. Por eso comprendemos a Adán. No te lo tendremos demasiado en cuenta, padre original. Nosotros también habríamos caído en esa tentación. Dicen que Jonnhy Depp se arrepiente de haberlo hecho. Dicen que Amber Heard, en el divorcio, se ha mostrado implacable. Incluso ha acusado a Depp de malos tratos. Y ha mostrado alguna en las redes sociales con alguna especie de lesión junto al ojo. Quienes conocen a Depp (incluso las mujeres que han pasado por su vida) desconfían de la versión de Amber Heard. Y eso nos reafirma en lo que ya pensamos: Amber Heard es tan bella como peligrosa. Tan peligrosa y atractiva como pueden resultar el alcohol más embriagante o la droga más narcótica.