Otra belleza de Victoria’s Secret
¿Cuántos momentos de placer no le debemos los amantes del erotismo y de la belleza femenina a la marca Victoria’s Secret? ¿Cuántos no debemos agradecer, también, a las páginas de Sports Illustrated? Tanto la marca de lencería como la publicación estadounidense nos han permitido, cada una a su modo, disfrutar de la visión tentadora e irresistible de mujeres como, por poner sólo unos ejemplos, Alessandra Ambrosio, Adriana Lima, Sara Sampaio, Taylor Hill, Samantha Hoopes, Bar Refaeli o Nina Agdal. A Victoria’s Secret y a Sports Illustrated debemos agradecer, también, el conocer a la bella y turbadora modelo húngara Barbara Palvin.
De Barbara Palvin, que en octubre de este año cumplirá los 24 añitos, se han dicho muchas cosas. Se ha dicho, por ejemplo, que es una especie de cruce entre una joven Brooke Shields y la bella modelo rusa Natalia Vodiánova. Quizás en un día no demasiado lejano debamos dedicar algo de nuestro tiempo y un trozo de nuestro espacio a loar la belleza de la supermodelo rusa, aunque probablemente en ese momento nos veamos obligados a reiterar algunos de los piropos que vamos a dedicar, en este espacio, a la aparentemente inocente y virginal belleza de Barbara Palvin.
Como nos ha sucedido con otras bellas mujeres de las que hemos hablado en esta sección, Barbara Palvin conserva en sus rasgos gran parte de ese frescor que siempre hemos asociado a la adolescencia y que habitualmente dura lo que dura, que, no nos engañemos, suele ser más bien poco. Ese algo que perdura de la adolescencia en el rostro de estas bellas modelos nos coloca en la incómoda situación de asumir cómo, en cierto modo y hasta cierto punto, somos perseguidores de lolitas, Humbert Humbert camuflados que olfatean el rastro de esas crisálidas de la hermosura que son esas mujeres que, como Barbara Palvin, no acaban de desprenderse de cierto aniñamiento en su mirada.
Ignorante o envidiosas
De Barbara Palvin también se ha dicho que está gorda. Y es aquí, al oír semejante acusación, cuando nuestros globos oculares se desprenden de sus órbitas y caen al suelo, donde quedan rebotando hasta que los recogemos y los volvemos a emplazar en su espacio natural para, así, repasar una y otra vez las imágenes de Barbara Palvin que circulan por internet y a las que no nos cansamos de mirar.
¿Gorda? ¿Barbara Palvin gorda? Que el mundo está lleno de atontolinaos es algo que ya sabemos. Muchos de ellos, desde su soledad de pajilleros irredentos, se dedican, indulgentes hasta la náusea, a poner peros a todo aquello que les resulta inalcanzable. La suya, en el fondo, es la misma actitud del aprendiz de escritor que, incapaz de terminar una novela, mira por encima del hombro y con falsa condescendencia los best-sellers que se apilan en los mostradores de las librerías.
También sabemos (la experiencia y la observación nos lo ha enseñado) que en el mundo tampoco faltan las envidiosas. No nos extrañaría nada que la acusación de gorda hacia Barbara Palvin hubiera partido de alguna malhumorada esclava de las dietas y el gym que, hambrienta y acuciada por las agujetas, hubiera contemplado en las curvas naturales, despreocupadas y bellas de Barbara Palvin una ofensa a sus esfuerzos, una especie de burla, una provocación, un modo despiadado de demostrar lo que, si queremos evitar decepciones de tamaño cósmico, debería asumirse cuanto antes y que no es otra cosa que lo que se resume en una expresión de marcado carácter popular: de donde no hay no se puede sacar.
Quien llama gorda a Barbara Palvin peca, cuanto menos, de injusticia. Las caderas de Barbara Palvin tienen la anchura justa y necesaria para acoger todo nuestro deseo, que, podemos asegurarlo, es mucho. En lugar de guardar las proporciones corporales del arenque, el boquerón o la anguila, esas proporciones que son tan habituales en según qué modelos que rozan peligrosamente las fronteras de la anorexia, Barbara Palvin tiene las medidas propias de la feminidad. Barbara Palvin desnuda es un homenaje a lo carnal, el cuerpo que todo escultor de la Antigüedad Clásica habría deseado reproducir en mármol. Barbara Palvin desnuda podría haber servido de inspiración a un escultor de los alrededores de Plaka, el barrio ateniense que se alza a los pies de la Acrópolis, para soñar con la imagen de Afrodita, la diosa del amor, la belleza, el deseo, la lujuria o el sexo.
Sexo tántrico con Barbara Palvin
Cualquiera de esas palabras (lujuria, deseo, sexo…) puede servirnos para nombrar los pensamientos que la contemplación de una imagen de Barbara Palvin alumbra nuestra imaginación. Vemos a Barbara Palvin recostada sobre un espejo, vestida con una sugerente prenda de ropa interior, y soñamos con el momento en que, solos y aislados del mundo, despojemos a Barbara Palvin de esa prenda que pudorosamente la cubre para, una vez desnuda, gozar de los múltiples encantos de su cuerpo sin medida y sin hartazgo.
Follar con Barbara Palvin debe ser algo así como follar con esa mujer que, asomada al brocal de la vida, está descubriendo las maravillas del sexo y que, poseída por su natural ardiente y sus ganas de aprender, se entrega con sus cinco sentidos abandonándose al capricho de nuestros besos, de nuestros lamidos, de nuestros mordiscos, de todo lo que nuestra imaginación pueda pergeñar al contemplar los labios entreabiertos de Barbara Palvin, la rotunda línea de sus caderas, la elegancia de su cuello, el abandono soñador de su mirada, la justa medida de unos pechos que huyen de la exuberancia pero que atraen irremediablemente la atracción de nuestras manos, de nuestros labios, de nuestros dientes, de todo lo que en nuestro cuerpo ansía el tacto del cuerpo ardiente de esa mujer que, follando, debe hacerlo suave y delicadamente, dejándose acunar por un oleaje que, poco a poco, nos iría acercando a la orilla de un placer que debe tener un algo de derramarse para fundirse con las energías todas del universo.
Imaginar a Barbara Palvin follando se nos antoja una especie de lección en vivo sobre de qué va eso a lo que se llama sexo tántrico. Acomodar nuestra respiración a la de Barbara Palvin y dejarnos mecer por el movimiento pausado y casi acuático de sus caderas bastaría para llevarnos al séptimo cielo. Desde allí, nuestra risa gozosa y satisfecha sonaría como un trueno que, rugiente, resonaría estruendoso en los oídos de todos aquellos y de todas aquellas que, mirando las fotografías de Barbara Palvin y contemplando el desenfado despreocupado de sus caderas, tuvieran la desfachatez ignorante y estúpida de llamarla gorda.