El vértigo de lo oscuro
Es inevitable. De vez en cuando nos dejamos atraer por el lado oscuro de la vida. El abismo siempre está ahí, a nuestro lado, de hecho camina con nosotros, y su voz, habitualmente en sordina, de tanto en tanto resuena en nuestros oídos como un canto de sirena que nos cantara “ven hacia mí, ven hacia mí”. Nosotros escuchamos su voz y nos asomamos, temerosos, a sus fauces negrísimas. Lo hacemos sabiendo de sus peligros, informados del infierno que puede albergar en sus entrañas, advertidos una y mil veces por los sermones y las campañas de salud pública de todo lo que podemos perder si nos arrojamos a él. Ese algo a perder puede ser el dinero. O puede ser la cordura. En casos extremos hasta puede llegar a ser la vida. Cadáveres de callejón con una jeringuilla colgando del antebrazo y fiambres de relumbrón descubiertos por la asistenta o el asistente con los ojos en blanco en la cama o en el baño podrían dar fe de ello si pudieran gozar de la oportunidad de explicarse.
Conocemos todos esos riesgos que el abismo esconde y, sin embargo, de tanto en tanto no podemos vencer la tentación de arrojarnos a él. ¿Quién no ha tenido alguna vez la conciencia clara de meterse en un problema irresoluble al hacer algo en concreto? ¿Quién no ha sido consciente alguna vez de iniciar una aventura que sólo podía conducir al fracaso y al dolor, a la frustración y al desequilibrio? ¿Quién no ha hecho oídos sordos a ese consejo materno que se podría resumir en la frase “tú verás lo que haces, hijo, que ya eres mayorcito, pero esa chica no te conviene”? En esos casos, inútil intentar explicar a esa madre preocupada por el futuro de su retoño lo que vemos en esa mujer. ¿Para qué? Ella no va a atender a nuestras razones. Exponerlas es tan inútil como que la madre de turno intente desgranar los argumentos que desaconsejan nuestra elección de esa mujer, precisamente ésa, como pareja, lío, rollo, novia, prometida, follamiga o como quiera llamársela. Todos esos argumentos ya los conocemos. De hecho, ya hemos pensado en ellos en más de una ocasión y hasta hemos pensado que eran razonables. Pero eso no impide que la atracción que esa mujer ejerce sobre nosotros no tenga más fuerza que todos los argumentos que nos la desaconsejan como pareja. Y es que esa atracción es letal y narcótica. Como la droga dura.
Canto a Lindsay Lohan
Eso, exactamente, es lo que nos pasa contigo, Lindsay Lohan. Sabemos que tienes el peligro en los genes, que eres puro veneno, que estar a tu lado debe ser algo así, Lindsay Lohan, como pasear durante las veinticuatro horas del día por el filo del abismo. ¿Se puede gozar de tu compañía y no perder la cabeza en el intento, Lindsay Lohan? ¿Se puede ser inmune a tus encantos? Podría enumerarlos ahora mismo con los ojos cerrados, sólo recordando cualquiera de esas fotografías que cualquiera puede encontrar en el océano de Google Image con sólo teclear tu nombre.
Pienso en ti, Lindsay Lohan, y pienso en la maravilla de tus tetas. Tetas acogedoras. Tetas nutricias. Tetas coronadas con dos maravillosas y pequeñas areolas que lucen en su centro los atrayentes garbancitos de tus pezones. Las tetas de Lindsay Lohan son de esas que están hechas para cometer todos los pecados menos el de pecar por exceso o por defecto. Ni la ubre sobrecogedora ni la menudencia de la modelo que roza la androginia o la anorexia. Tus tetas tienen, Lindsay Lohan, la medida justa. Bellas tetas las tuyas, sin duda.
Bellas también tus pecas, Lindsay Lohan. Las vemos salpicando tu cuerpo y queremos recorrerlas una tras otra. Pasear por ellas nuestra lengua y que nuestra lengua vaya recorriendo todos los rincones de tu cuerpo: la curva suave y delicada de tus hombros, la sensualidad de tus muslos, la sensibilidad que creemos fácilmente excitable de tu cuello, el ardor inapagable de tu entrepierna… Es tanto el calor que imaginamos ahí que queremos imaginar ese espacio mágico como un pequeño infierno en el que morir abrasados. Coño ardiente. Vagina en ebullición. Vulva de fuego. Así imaginamos esa zona de la maravilla de tu cuerpo cuando leemos que se dice de ti que eres adicta al sexo, que te pirras por perder el sentido en mitad de una orgía.
Ese rumor, Lindsay Lohan, resuena en nuestro cerebro como tantos otros rumores que nos han llegado de ti desde que fuiste un icono de la factoría Disney. Se nos ha dicho que has sido esclava de unas cuantas adicciones, que has escapado de alguna clínica de desintoxicación, que te has estrellado con el coche por conducir borracha, que se te ha detenido llevando en tus bolsillos papelas de cocaína, que has sido acusada de robar (supuestamente) ¡¡¡once millones de dólares!!!… Sabemos de ti, Lindsay Lohan, que te saltaste la libertad condicional y que por ello tuviste que entrar en prisión; que tuviste que trabajar en una morgue para cumplir un castigo consistente en realizar trabajos para la comunidad y que allí, en aquella morgue, quisiste amortajar a Whitney Houston; que has agredido a alguna empleada de algún centro de desintoxicación…
Sabemos todo eso, Lindsay Lohan. Sabemos, pues, que no eres precisamente la chica que nos conviene, como diría la mami. Es más: sabemos positivamente que estar contigo debe ser, con toda probabilidad, un camino que sólo puede conducir al desequilibrio, al riesgo, a la locura. Pero no por saber eso nos sentimos menos atraídos por ti. O quizás sea precisamente debido a ello que no podamos quitarte de nuestra imaginación. Es ella, la imaginación, esa fulana descocada que no atiende a normas ni límites y que tiende a desbocarse a las primeras de cambio, la que nos hace vernos compartiendo contigo noches e intimidad, borracheras y orgasmos, vómitos y delirios.
Nos atrae irremisiblemente esa mirada tuya, desvalida y turbia, Lindsay Lohan. La miramos y descubrimos en ella la mirada de la mujer que, llegado el momento del sexo, es capaz de cortar cualquier amarra que la ate a la realidad para dejarse llevar por el oleaje incontenible de sus instintos. Miramos esos ojos que dan la sensación de no acabar de mirar lo que tienen ante sí y pensamos en Lindsay Lohan follando arrebatada por una especie de locura, en Lindsay Lohan jodiendo como si el mundo fuera a acabar tras ese polvo o como si la vida entera se redujera a lo sentido durante ese tiempo en el que esa muñequita rota por la fama y el éxito que a veces nos pareces deja atrás todo ese mundo que le asusta y asquea para entregarse a lo que de verdad le apasiona: olvidarse de sí misma, de su nombre y las portadas, para volverse puro pálpito, puro sentir.
¿Nos dejas acompañarte en ese viaje, Lindsay Lohan? Antes de emprender viaje firmaremos un contrato de seguro. Conocemos los riesgos del trayecto, Lindsay, pero hay viajes que uno no puede dejar de hacer si no quiere desperdiciar la vida.