De moralistas y censores
No faltan. De hecho, nunca han faltado. Siempre han estado ahí, en cualquier tiempo y en cualquier lugar, ocultos en las sombras o a pecho descubierto, parapetados siempre tras una máscara de superioridad moral que les ha permitido decirnos a los demás lo que debemos hacer sin sentir por ello en momento alguno un atisbo de vergüenza.
El fanatismo, después de todo, no admite la vergüenza. El fanático, haga lo que haga, nunca se encuentra ridículo en su papel de fanático. Mear fuera de tiesto es un concepto que el fanático no entiende. Para el fanático, el tiesto estará siempre donde él ponga los pies. El fanático es un yonqui de su propia fe, no importa la que ésta sea. El fanático se inyecta la fe en vena como si fuese una droga sin la que el mundo no tuviera sentido. Y se la inyecta sin miedo, una y otra vez, casi sin descanso. Después de todo, no está comprobado que uno pueda morir por una sobredosis de fe. Al contrario: es precisamente la carencia de fe, afirma el fanático, la que puede traernos la muerte. Por eso nos alertan. Por eso quieren ser la voz de nuestra conciencia. Por eso, tomando el rostro de censores, de jueces y de inquisidores, históricamente han eliminado según qué escenas en nuestras películas, nos han multado por tocarnos en el parque o nos han quemado, acusándonos de brujería, en medio de la plaza. Son, como los calificó con fortuna en una de sus canciones Joan Manuel Serrat, los macarras de la moral. Gente impoluta. Gente que se lava con agua bendita. Gente con polvo de reclinatorio en las rodillas. Gente a la que subleva mucho más la escena de un polvo que la agonía de un toro, el beso entre dos hombres que la escena de una ejecución sumaria. Mala gente que camina y va apestando la tierra, que diría el poeta.
Por supuesto, el macarra de la moral, el moralista de pro, el que nació con vocación de Pepito Grillo de todos los demás ni es exclusivo de esta España nuestra tan dada a la imposición de dogmas y sentires ni tampoco, por supuesto, es exclusivo de la religión católica. El macarra de la moral puede ser cristiano, musulmán, judío o budista. Por poder ser, hasta puede ser ateo. Hay macarras de la moral también desperdigados entre las huestes de los agnósticos. Aunque ellos, olvidando que en lo anticlerical o antirreligioso también puede anidar un virus de fanatismo, se precien de estar a salvo de toda tendencia moralista.
Hedonismo italiano
El macarra de la moral puede criarse en un pueblo del Empordà, en una aldea de Valladolid, en un cuchitril de Dallas, en una cabaña de Afganistán o en un arrabal de Tokio o de Bangkok. El macarra de la moral, por nacer, hasta puede nacer en tierras italianas, uno de los territorios del planeta que con mayor orgullo puede presumir de haber regalado a la humanidad algunas de las mejores muestras de hedonismo que ha dado la historia.
Podríamos citar, de entre todas las muestras de hedonismo made in Italy, su concepción de la moda, las termas y bacanales de la Roma clásica, el placer de saborear un chianti contemplando la ondulante belleza de los campos de la Toscana, el sabor de un vermut tomado en una plazuela del Trastevere, el aroma de un café lamiendo el empedrado de las calles de Florencia, el deslumbrante colorido de las máscaras que, por Carnaval, convierten Venecia en un canto sinfónico al hedonismo… Podríamos hablar también del libertinaje contestatario y desatado de alguna escena rodada por Pier Paolo Pasolini, de las canciones que, llegadas de Italia, dieron un toque indudablemente mediterráneo a nuestras ondas radiofónicas (volare… oh, oh… cantare… oh, oh, oh, oh… nel blu, dipinto di blu, felice di stare lassù) o de la sensualidad de actrices como Sophia Loren, Maria Grazia Cucinotta, Virna Lisi, Claudia Cardinale o Monica Bellucci.
Podríamos hablar de todo eso, sí; pero al hacerlo obviaríamos la otra cara de la moneda. Tampoco descubriremos nada nuevo si decimos que toda cara tiene su cruz y toda libertad su Torquemada. Después de todo, no hay que olvidar que Italia alberga en su cuerpo el corazón mismo del cristianismo, su núcleo duro. De la misma manera que por las calles de Roma pasean bellísimas mujeres que seducen al mismísimo aire con su aliento y que parecen invitar al hedonismo y la sensualidad con cada una de sus miradas, también por ellas pasan un número infinito de monjas y sacerdotes que van o vienen a cualquiera de las múltiples iglesias que salpican la ciudad o que se dirigen o retornan de la Ciudad del Vaticano, sancta sanctorum del cristianismo y centro irradiador de una moral que, a lo largo de la historia, no ha servido tanto para conseguir el amor fraternal entre los hombres como para, entre otras cosas, eternizar los lutos, cubrir los hombros, alargar las faldas y situar casi todo lo que tenga que ver con lo carnal en el listado interminable de lo pecaminoso.
Todo ese poso de moral o moralina, claro, deja su huella. Por eso aún hoy no cesan de brotar “cruzados contra el sexo”, voces de uno u otro género que se alzan contra el disfrute de los cuerpos y que claman para que las relaciones sexuales queden circunscritas al ámbito exclusivo del matrimonio.
Purex versus Durex
Unos de estos cruzados del sexo son la pareja formada por Stefania Spezzacatena y Giuseppe Punto. Ellos son los creadores de Purex. ¿Qué es Purex? Purex es, según palabras de estos paladines de la pureza y la virginidad, “un movimiento contra corriente: el sexo en estado puro”. El propósito de Purex es doble. Por un lado, convencer a millares de jóvenes italianos de que no se tienen que masturbar. Por otro, convencerles para que lleguen vírgenes al matrimonio. Eso, afirman, les permitirá, una vez casados, el disfrutar mucho más del sexo.
La elección del nombre de Purex obedece a dos motivaciones. Una de ella es la de aunar tres vocablos ingleses que hacen referencia a pureza, relación y sexualidad. Otra, contraponerse a Durex, la famosa marca de condones. Jugando con esta idea es como Purex ha elaborado su logo. En éste, un envoltorio de preservativo deja salir de él una alianza nupcial.
Los fundadores de Purex, que se autocalifican de “nutricionistas del sexo”, recorren institutos, teatros e iglesias de toda Italia para hacer charlas, tienen una página web, están en Facebook y han publicado un libro (Scelte allo stato puro) que les ha servido para proclamar a los cuatro vientos que existe un sexo seguro y que ese sexo tiene un nombre: matrimonio.
En sus charlas, los fundadores de Purex dicen también cosas como la siguiente: “Durex protege de un embarazo no deseado y de enfermedades de transmisión sexual. Pero no preserva de la vergüenza, de la infidelidad o de las heridas del corazón». Tal cual. El sexo, afirman Stefania Spezzacatena y Giuseppe Punto, fue creado por Dios para un momento específico de nuestra vida. Es, dicen, un regalo de bodas para “las parejas que se aman y se amarán siempre”.
El moralismo de los fundadores de Purex no llega, sin embargo, hasta el punto de reducir el mantenimiento de relaciones sexuales a aquellas circunstancias en que se persiga única y exclusivamente la procreación. El sexo puede practicarse todo lo que se desee. Eso sí: dentro del matrimonio. Y se puede practicar utilizando, si se desean, métodos anticonceptivos como el preservativo o las píldoras. Lo que no se acepta, desde el punto de vista de Purex, es la implantación en el útero del óvulo ya fecundado ni, por supuesto, la píldora del día después.
El optar por esta forma de concebir la vida sexual debe servir, según apuntan Stefania Spezzacatena y Giuseppe Punto, para destruir el sistema actual y el modo de entender las relaciones sociales. En cierto modo, pues, lo que estos moralistas del siglo XXI propugnan es una especie de revolución. Para ser un revolucionario a la manera de Purex hay que cumplir dos actos. El primero es sencillo. Consiste en colgarse al cuello una placa plateada que posee la leyenda “puro” para identificarse orgulloso como tal a los ojos de la sociedad. La segunda exigencia a cumplir es un poco más ardua: hay que evitar las relaciones sexuales antes del matrimonio.
Libertad ante todo
Sin duda, los presupuestos morales de Purex están muy lejos de nuestra manera de entender la vida y de concebir el disfrute de lo sexual. Jamás pregonaremos los bienes de la virginidad ni intentaremos convencer a nadie de que se mantenga puro o pura hasta el momento de dar el sí frente a un altar o ante una mesa de un juzgado. Tampoco haremos nunca lo contrario. Aunque loemos lo hedonista en cada uno de nuestros post y hagamos una encendida alabanza del placer carnal, jamás diremos a nadie que deje de ser virgen porque sí. El hecho de que creamos que es mucho más placentero, reconfortante y sano el mantener relaciones sexuales (con o sin matrimonio de por medio) de una manera más o menos habitual que no el empecinarse en el mantenimiento de una pureza que a nosotros nos suena un poco a decimonónica no quiere decir que pensemos que toda persona virgen debe dejar de serlo cuanto antes. Creemos que el empecinamiento por principio es malo en todos los órdenes de la vida. Por eso, desde el respeto, rechazamos las propuestas de Purex. Claro que nosotros tenemos un miedo cerval a resultar moralistas. Macarras, a veces, si lo somos un poco, pero esperamos no serlo de lo moral ni, tampoco, de lo amoral. Después de todo, lo único en lo que de verdad queremos ser inflexibles es en una cosa: en el absoluto respeto a la libertad de cada cual para disponer del propio cuerpo. Siempre que no se cause daño a nadie, que uno haga con su cuerpo lo que quiera: correr, bailar, saltar, rezar, follar o, incluso, incluso, preservarlo virgen para ese momento mágico en que uno encuentra a la media naranja y, tras un proceso de respetuoso noviazgo, decide pasar por el altar. Que cada cual haga con su vida lo que crea conveniente.
Aunque, eso sí, dentro de nuestro relativismo moral tenemos una creencia firme: la del carácter irreversible de la muerte. Morir, moriremos. ¿Casarnos? Quién sabe. ¿Y si, después de tanto ansiarlo, al final no nos casamos? ¿Y si nadie quiere compartir su vida con nosotros? ¿Y si nos quedamos, como decía la abuela, para vestir santos? Mal asunto sería ése. Hay muchas maneras de morir y la de morir virgen, desde luego, no nos parece la más halagüeña de todas.